2ºB

DÍA 1. 2º—B
La habitación de Albert era un canto a la modernidad tecnológica. Era el centro neurálgico al que estaba conectado el wifi que surtía de conexión a Internet al resto de la vivienda. En la mesita de noche, el portátil desde el que ponía al mundo al tanto de lo que hacía minuto a minuto a través del twitter, reposaba con el cable de alimentación conectado para que al levantarse tuviese la suficiente autonomía como para no separarse de él ni un solo segundo, sin importar el lugar de la casa en el que se encontrase. Frente a su cama, la televisión LED 4K 3D estaba colgada en la pared, con el disco duro multimedia conectado desde el que no se perdía ni uno de los estrenos descargados al instante de Internet, además en alta definición y con sonido 5.1. Todos los puertos de la pantalla estaban ocupados, e incluso había necesitado un multiplicador: para la televisión por cable en HD y los últimos modelos de consolas recién salidas al mercado de Nintendo, XBOX y Playstation.
Albert era el típico adolescente de padres separados. Tras el divorcio, él se quedó a vivir con su madre, Julia. Aunque por aquellos entonces era demasiado pequeño para atar cabos, la celeridad con la que ella recompuso su vida e inició una nueva relación hacía demasiado evidente que su matrimonio se había roto debido a que había estado jugando a tres bandas. Julia llevaba bastante tiempo con un amante, Raúl, hasta que su marido la descubrió, y eso fue lo que provocó el divorcio. El resultado de todo aquello fue como una ficha de dominó que al caer golpea a otra: Raúl se fue a vivir con ellos dos a casa, y no sólo no fue aceptado por Albert, sino que se inició una guerra fría entre ambos que se iba recrudeciendo a cada día que pasaba. Julia, que tenía un miedo atroz a que su hijo no fuese capaz de aceptar la relación, o peor aún, que la culpase a ella por haber roto su matrimonio con su padre, trató de expiar sus culpas colmando a su hijo de todo lo que pedía, y ayudándole ya de paso en su transformación de mocoso maleducado a adolescente contra el mundo.
Así las cosas, en el piso no se respiraba un ambiente de cordialidad. Albert dedicaba el noventa por ciento del tiempo libre que tenía —que a sus dieciséis años era más que suficiente— a intentar echar de casa a Raúl sin preocuparse por que esa cruzada a muerte estuviese amargando a su madre mucho más allá de lo soportable. En cuanto a Raúl, era un hombre tranquilo, hasta cierto punto, pero el machaque diario al que era sometido sin piedad había conseguido que odiase al cabroncete —así lo denominaba en su interior, por supuesto sin que Julia lo supiera—. Entre ambos frentes, ella se dedicaba a intentar sobrevivir sin volverse loca. Sus momentos de felicidad se reducían a las horas de instituto de su hijo, porque las compartía con Raúl, y a las horas de trabajo de Raúl, porque las compartía con su hijo. El resto, era una batalla campal.
Albert abrió los ojos y se quedó contemplando la absoluta oscuridad. No tenía ni idea de la hora que era, ni le importaba tampoco demasiado. La idea de no saber en qué momento de la noche se encontraba le pareció lo bastante romántica e inspiradora como para tuitearla. La frase se dibujó por sí sola en su mente:
«Hola mundo. Acabo de despertarme, estoy completamente a oscuras y no tengo ni idea de que hora es».
Era como un poema en sí mismo. Un canto a la soledad. «Tócate los cojones», habría dicho Raúl, para luego quitarse de enmedio con las tripas hirviendo por la manía compulsiva del cabroncete de poner al resto del mundo al tanto de todo lo que hacía minuto a minuto. Su frase favorita para sacar de sus casillas a Albert era «Acuérdate de poner que después de cagar te has limpiado el culo».
Albert se giró a ciegas y tanteó en la mesilla de noche hasta alcanzar su ordenador portátil. Lo abrió, y entornó los ojos ante la luminosidad de la pantalla de bienvenida de Windows. Tecleó su clave, y automáticamente se abrió el navegador de Internet. Lo tenía preparado para que cargase la página principal de Twitter, pero en vez de eso, obtuvo un mensaje de error. La página no estaba disponible.
—¿Pero qué…? —comenzó a decir, pero vio en la esquina inferior derecha de la pantalla el símbolo que le avisaba de que no había conexión de Internet disponible.
—Joder —protestó, y se tiró de la cama. Se le liaron los pies en la sábana y le faltó poco para tropezar y acabar con la cabeza abierta contra la pared. Si había algo que no soportaba era estar desconectado. Quizá no estaba enganchado hasta el punto en que puede estarlo un drogadicto con el mono, pero sí como un fumador al que niegan su pitillo de después del almuerzo. Se tiró hacia el router wifi, y allí estaba el problema. La luz roja que avisaba de que no había conexión con internet brillaba triunfal. Soltó el router en su sitio, y cogió el teléfono inalámbrico. No había línea.
—¡Mierda de compañía! —gritó, y lanzó el teléfono con furia sobre el colchón. Se sentó en el borde de la cama, y reposó la cabeza sobre las manos. Jugueteó nervioso con su cabello despeinado. Sin previo aviso sintió un ataque de ansiedad. Necesitaba con urgencia saber qué hora era. En ese preciso momento la idea de estar desorientado no le pareció tan romántica como hacía unos instantes. Se tiró en la cama y estiró el brazo hacia la mesilla de noche. Abrió el cajón, y sacó el mando a distancia de la televisión. Pulsó el botón de encendido, y la pantalla se llenó de nieve. En el centro, se podía leer el siguiente mensaje: NO HAY SEÑAL. Apagado automático en 4:59.
Y seguía contando.
4:58.
4:57.
4:56.




El corazón le dio un vuelco. En su mente se instaló la idea, la certeza, de que algo malo pasaba. Saltó de la cama y conectó el equipo de música. Seleccionó la radio y giró el dial. Sólo obtuvo estática. En todas y cada una de las emisoras, tanto en AM como en FM.
Salió de su habitación y en tres grandes zancadas alcanzó el dormitorio de sus padres. De su madre y de Raúl, se corrigió a sí mismo a pesar de lo surrealista de la situación. Con el corazón en la garganta, se olvidó de las mínimas normas de convivencia e intimidad, abrió de golpe la puerta y encendió la luz. Raúl dormía envuelto entre los pliegues de la enmarañada sábana. El sitio de Julia estaba vacío.
—¿Mamá? —gritó Albert. Comprobó, cada vez más nervioso, que no estaba en el cuarto de baño de la habitación. Raúl se removió inquieto. Albert volvió a llamarla, esta vez mientras corría hacia el comedor. Todo estaba oscuro fuera, pero no se convenció de que su madre no estaba en casa hasta que encendió las luces del comedor y de las dos habitaciones restantes, la cocina y el lavadero. Cuando corría de vuelta a su cuarto, Raúl apareció indignado sujetándose al marco de la puerta de su habitación.
—¿Pero qué demonios pasa aquí…?
Apenas le dio tiempo a acabar la frase, porque Albert se lanzó sobre él, y de no ser por la cama hubiera dado con sus huesos contra el frío suelo.
—¿Qué le has hecho a mi madre? —gritó—. ¿Dónde está?
Albert estaba fuera de sí, tanto que a Raúl se le hacía casi imposible sujetarlo. Se había lanzado sobre él y luchaba para sujetarlo con ambas manos por el cuello. Raúl manoteaba intentando defenderse. Al final, su mayor envergadura le permitió deshacerse de él con un empujón. El muchacho chocó con estrépito contra la puerta del armario y quedó sentado en el suelo. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que la persiana no estaba bajada. Y se quedó sin habla.
Raúl, de espaldas a la ventana, no pudo verlo. Se había incorporado, y tenía los puños apretados con tanta fuerza que las uñas se clavaban dolorosamente en la palma de sus manos. Recién arrancado de forma violenta de su sueño, se debatía entre el odio que sentía hacia aquel chaval y la preocupación por su relación con Julia.
¿Y por qué no aparecía Julia? ¿Por qué no estaba en la cama?
Se giró un instante, y entonces también lo vio. Las piernas le flaquearon y cayó sentado sobre su lado de la cama.