Antonio fue uno de los primeros habitantes del edificio. A sus sesenta y
tres años poco quedaba del atractivo que a mediados de los setenta le había
convertido en uno de los rostros más conocidos de las noches de la costa. Pero
sobre todo, había perdido su principal atractivo: su pequeña fortuna. Su
adicción al juego y a las mujeres le costó, y además por este orden, el que su
esposa lo abandonase, harta ya de tantas infidelidades, el que su fortuna se
diluyese en noches locas de casino y partidas de póker, y por último, la casa.
Antonio había sido propietario desde antes incluso de que se iniciase la
construcción, del 4ºB, uno de los pisos que mejores vistas iban a tener cuando
se construyesen los campos de golf. Cuando le llegó la orden de desahucio por
impago de la hipoteca, Maruja vio el cielo abierto, y le alquiló la casa de
enfrente suya, el 3ºB. Una forma más que aceptable de calmar sus ansias de
grandeza, el tener a uno de los que habían pertenecido a la ya inalcanzable
para ella alta sociedad bajo su poder.
Lo que Maruja no podía imaginar en la vida
era que Antonio había seguido con su adicción al juego. Uno no puede quitarse
así como así de algo que le corre por las venas. Por las de Antonio corría la
ilusión de volver a recuperar su sitio. Vale, ya no era tan atractivo como
antes, pero… ¿y qué? No le faltarían mujeres cuando llevase los bolsillos bien
llenos.
Pero, como bien dice el refrán, quien
juega por necesidad pierde por obligación, y eso es lo que le pasó a
Antonio. Una vez más. Otro peldaño hacia abajo en el camino hacia la miseria.
Pero esta vez, el tipo contra el que había perdido la partida de póker no se
andaba con chiquitas. Tenía un ultimátum de veinticuatro horas para conseguir
el dinero.
La idea en un principio le pareció
arriesgada, pero no descabellada. Él pagaba a su casera seiscientos euros por
el alquiler de la casa. Así que cuando por casualidad oyó al chico discutir en
plena calle, y también por casualidad, pudo entender lo suficiente del precario
español que hablaba, lo tuvo claro. Antonio convirtió su casa en un “piso
patera”. Se lo realquiló al chico, y a otros once compatriotas suyos. Dormían
en turnos, repartidos entre las camas, los sofás, y el suelo. Cada uno de ellos
le pagó, sin recibos ni facturas de por medio como era de esperar, cien euros,
lo que hizo un total de mil doscientos, a los que pudo sumar los seiscientos
del alquiler que ya tenía preparados. Para cuando Maruja descubriera el pastel,
él ya habría pagado la deuda, e incluso, si tenía una buena racha, habría
recuperado su dinero, y no volvería jamás a aparecer por aquella sucia
madriguera con delirios de grandeza. Lo que Antonio no imaginaba era que, en
vez de pagar su deuda, iba a jugar y perder de nuevo todo su dinero. Y que esta
vez no iba a tener la oportunidad de idear una salida para recuperarlo. De
hecho, sus restos ahora descansaban en el vertedero sirviendo de alimento a
roedores y pájaros, y podría pasar mucho tiempo antes de que fueran
descubiertos.
De esto hacía apenas un par de días, y
hasta el momento, los inquilinos realquilados aún no habían sido descubiertos
por Maruja, gracias sobre todo a que hacía tiempo que Antonio había dejado de
ser de interés para ella, por lo que no corría a espiar por la mirilla cada vez
que oía un portazo. Bastante tenía con aguantar al patético de su marido como
para encima vigilar las idas y venidas del viejo de enfrente. Además, los
turnos de trabajo —por llamar de alguna manera a la salvajada que tenían que
soportar si querían ganar algo de dinero— hacían que los nuevos inquilinos salieran
de la casa o volvieran a ella a horas intempestivas, de manera que nunca se
cruzaban con nadie.
De este modo, Maruja seguía con su vida
sin imaginar que, justo enfrente de su puerta, doce personas, inmigrantes
llegados a España de forma ilegal, hacían lo posible y lo imposible por
sobrevivir y se rotaban en turnos por ocupar una cama y descansar al menos un
par de horas.
En el momento en que ocurrió todo, sólo
tres personas se hallaban en el interior de la vivienda: Abdou ocupaba la cama
del dormitorio principal, en la que Antonio había dormido tan sólo cuarenta y
ocho horas antes las que iban a ser las últimas horas de sueño de su vida;
Moussa dormitaba en el sofá cama de la habitación de invitados, cuyo nombre no
era más que una anécdota, si tenemos en cuenta que nunca fue ocupada por nadie
que pudiese llamarse invitado, ya que las conquistas de Antonio pasaban siempre
desde la puerta de la calle hasta su dormitorio y desde su dormitorio hasta la
puerta de la calle; y Modou dormía en el incómodo sofá de la salita en la que
Antonio se tragaba horas y horas de programas de cotilleo, añorando los días en
los que él era protagonista principal de las portadas, y deseando que llegara
el momento en que alguna cabeza pensante de una cadena de televisión decidiera
recuperarlo, aunque fuese a través de un montaje descarado.
El resto de sus compatriotas/realquilados
estaba desperdigado por la geografía cercana, en sus trabajos de mala muerte, o
tratando de acceder a uno de ellos a cambio de un mísero sueldo que al menos le
permitiese pagar la casa compartida.
Al contrario que sus vecinos de edificio,
ninguno de los tres se despertó sobresaltado, ni pudo comprobar lo que pasaba.
De hecho, el agotamiento los haría dormir muchas horas, ya que nadie iba a
regresar a casa a despertarlos para reclamar su turno en la cama.