Michael, Lucio y Anna llevaban viviendo en el 4º-B poco más de un mes.
Michael no había conseguido pegar ojo en toda la noche; vestido sólo con
el pantalón del pijama de verano, se sentía como un náufrago entre las sábanas
arremolinadas a su alrededor. Hasta entonces siempre se había considerado un
tipo tranquilo, pero nunca había estado ante algo tan grande como aquello en lo
que estaba metido. Su gran oportunidad. La que había estado esperando desde
siempre. Se levantó de la cama, y las sábanas parecieron querer acompañarlo,
seguir pegadas a él sin separarse de su cuerpo. Se colocó delante del espejo y
se desperezó. A sus veintiocho años, se sabía en el mejor momento de su vida.
Presumía de tener un cuerpo perfecto y de llevarse a las chicas de calle, y una
vez más, se mostró complacido ante la imagen que le devolvía la superficie
reflectante. Su pelo rubio ceniza, ensortijado, y sus ojos de un azul intenso
no hacían más que subrayar un conjunto difícilmente mejorable.
Abrió la puerta de su cuarto, y se zambulló en la oscuridad del pasillo.
Eran poco más de las siete de la mañana, la hora en la que los sonidos de sus
convecinos comenzaban por regla general a borrar el silencio, pero aquel día
era distinto. Había algo en el ambiente, una especie de electricidad estática,
remarcada por la oscuridad reinante. La orientación del piso hacía que desde el
preciso momento en el que el sol despuntaba, la luz llegase a todos y cada uno
de los rincones de la casa, haciendo imposible que siguieran durmiendo. Lo
aprendieron a las bravas la primera mañana que amanecieron en el edificio, y
desde entonces, las persianas de todas las ventanas se bajaban a tope y se
dejaba el aire acondicionado funcionando toda la noche.
Michael pulsó el interruptor de la pared y una luz tenue bañó el
pasillo y de paso las puertas de las habitaciones de sus compañeros de piso. Se
asomó al cuarto de Anna. Aquella chica lo tenía loco desde el mismo momento en
que le puso la vista encima, y su imagen durmiendo en ropa interior no hizo más
que ratificar ese sentimiento. Tenía el pelo largo y liso, moreno, recogido en
una cola de caballo que se derramaba sobre el blanco de las sábanas dibujando
un signo de interrogación. Dejó volar la imaginación mientras recorría su
escultural figura con la vista.
—Deja algo para los demás, campeón —se oyó una voz a su espalda.
Lucio se apoyaba sonriente contra el quicio de la puerta. A contraluz,
era el arquetipo del italiano de las comedias de finales de los setenta. De
poco más de 1’65 de estatura, con el pelo moreno, rizado y una nariz
típicamente italiana, en físico era justo el extremo contrario a Michael.
—Vamos fuera, espagueti —susurró él, girándose sobre sus talones con un
extraño sentimiento escociéndole en el estómago. No quería que el italiano
recorriese con sus ojos libidinosos el cuerpo de la chica. Algo un tanto
curioso, si tenemos en cuenta que eso era exactamente lo que él mismo había
estado haciendo unos segundos antes. Lucio levantó las manos y sonrió con un
claro gesto de no quiero problemas y se dejó arrastrar fuera de la
habitación, no sin antes dedicar un último vistazo al culo de la chica.
—Mmmm… ¿qué hora es? —preguntó Anna desperezándose. El encontrarse a los
dos chicos en su habitación no pareció importarle lo más mínimo. Y el mostrarse
ante ellos en ropa interior tampoco daba la impresión de ser lo que más le
preocupase del mundo, hecho que dejó bastante claro al arrodillarse en la cama
y tirar de la cinta de la persiana para subirla, ofreciéndole a ambos una
hermosa vista de sus posaderas desde primera fila. Michael propinó un golpetazo
en el hombro a Lucio, pero no fue suficiente para borrar la estúpida sonrisa
que se le había dibujado en la cara.
—Maldita persiana —murmuró—. Siempre se atranca.
—Son las siete y algo —respondió Michael a la vez que agarraba la
cinta de la persiana. Rozó su mano sin querer, y una corriente eléctrica le
recorrió el cuerpo, en especial una parte específica de él. Se concentró para
que la cosa no fuese a más. Si en algo era especialista, era en mantener las cosas
bajo control—. Déjame ayudarte —añadió, y aplicó a la cinta la presión
necesaria para que la persiana, con un molesto quejido, se fuese enrollando
sobre sí misma en el interior del tambor. Pero al contrario de lo que hubiese
sido lo normal, la luz del sol no entró en tromba en la habitación bañándolo
todo con su hiriente resplandor.
Todo siguió teñido de la más profunda oscuridad.