1ºA

DÍA 1. 1º-A

Rocío no había tenido en absoluto una buena noche. Odiaba que su marido fuese capaz de dormir a pierna suelta en medio de una batalla campal, aunque cayesen bombas a diestro y siniestro. Y lo odiaba sobre todo porque a ella le pasaba lo contrario, necesitaba un silencio total y absoluto para poder conciliar el sueño, además de la más profunda oscuridad. Lo de la oscuridad lo arreglaba con un horroroso antifaz aterciopelado de color rosa, que cada noche la convertía en una versión Hello Kitty del Zorro, pero lo del silencio tenía peor solución, sobre todo desde que se habían mudado justo encima de ella los nuevos vecinos —los Frikis, como ella los llamaba—, que tenían la costumbre de estar zancajeando de un lado a otro hasta las tantas de la madrugada, mientras aderezaban el ruido de los pasos con el estridente sonido de películas de serie B en las que lo normal era el rugido del monstruo de turno o los gritos de la chica ligerita de ropa a la que estaban a punto de asesinar de la forma más escandalosa y sangrienta posible. Y aquella noche habían tenido sesión continua. La última vez que recordaba haber mirado el reloj eran las tres y cuarto de la madrugada.
Otro problema de no coger el sueño enseguida era que Ramón empezaba con su sesión de ronquidos en do mayor a los pocos minutos de apoyar su cabeza sobre la almohada. Si ella no se dormía antes de que eso sucediera, estaba perdida. Con estos antecedentes, no era difícil imaginar que la noche del domingo al lunes la había pasado entre golpes con el mango de la escoba en el techo —que además eran total y sistemáticamente ignorados por los molestos vecinos de arriba—, y empujones a su marido que hacían que el insoportable ronquido se detuviese al menos por unos instantes.
Rocío se colocó boca arriba y se relajó unos segundos. En su mente hizo un análisis de la situación. No era capaz de precisar si había llegado a sumergirse en un sueño profundo en algún momento, aunque solo hubiera sido por unos instantes, o si había dado bandazos durante toda la noche en una poco reparadora semi inconsciencia. Aún era noche cerrada, porque en cuanto comenzaba a clarear el día lo notaba como un leve resplandor rosado a través del antifaz, que aunque era opaco, dejaba pasar un poco de luz si ésta era lo bastante intensa. Tenía que levantar a los niños para el colegio a las ocho, y de paso a su marido para que se fuese al trabajo. Y entonces entraría en el maravilloso universo de la soledad. Lo más cercano a la felicidad que experimentaba a diario: tener a los niños en el colegio y a su marido en el trabajo.
Era madre de un hijo y una hija, Andrés y Nuria, él de 12 años y ella de 9. Ambos perfectos especialistas en el noble arte de vaguear, no colaborar en las tareas de casa, sacar con más pena que gloria las notas en el colegio, pedir, exigir y patalear. Lo que se dice unos angelitos. A sus cuarenta y cinco años de edad, no se podía decir que Rocío fuese una persona feliz. Quizá sí, dentro de los márgenes que ella establecía como “felicidad razonable”, pero no dentro de los cánones de una persona normal. Dicho de otro modo, cualquier persona que observase desde fuera su día a día, la vería como una desgraciada que dedica el noventa y tantos por ciento de su vida a satisfacer las necesidades primarias tanto de sus hijos como de su pareja. Lo que se podía llamar una “chacha 24 horas”.



En su guión no estaba establecido acabar de aquella manera, de hecho había realizado sus estudios de auxiliar administrativo, aunque nunca llegó a ejercer como tal. En sus planes se cruzó un tal Ramón, que se casó con ella tras dejarla embarazada de penalti, aunque esto nunca se supo en su entorno ya que se organizó una boda relámpago y ella dio a luz dentro del sagrado matrimonio, como debe ser. Luego su vida laboral se vio pospuesta mientras su primogénito era lo bastante mayor como para ir a una guardería. Cuando esto sucedió, llegó la niña. Y cuando se vino a dar cuenta, se había acoplado a su rol de ama de casa, y se sentía tan fuera del mercado laboral como para no darse a sí misma la más mínima oportunidad.
Fue entonces cuando Rocío cayó en la cuenta de que no se oían los ronquidos de su marido. Sin aún quitarse el antifaz, tanteó su lado de la cama. Estaba vacío. Y frío. Allí no había dormido nadie desde hacía un buen rato.
Se sobresaltó, y se quitó el antifaz de golpe.
Siguió sumida en la más absoluta oscuridad.