2ºA

DÍA 1. 2º—A


Jaime y Alfonso estaban disfrutando de su recién estrenada independencia. No es que en casa de sus padres estuviesen mal, de hecho disfrutaban de todas las comodidades de tener ropa limpia, buena comida sobre la mesa —y además a la hora en que se supone que come la mayoría del género humano—, limpieza y orden. Pero a sus veinticinco y veintisiete años respectivamente, necesitaban intimidad. No es que tuviesen muy a menudo la oportunidad de llevar chicas a casa, pero el tener que presentarles a sus padres y luego pasarlas a su habitación no se les antojaba una posibilidad razonable.  Así que dijeron adiós a todos los lujos, y hola a las comidas a deshoras, los bocadillos, las latas y los embutidos a granel. Y por supuesto, a los problemas a la hora de pagar el alquiler. Si bien era cierto que sus padres —mejor dicho, su padre, porque para su madre siempre serían sus pequeños por mucho pelo que tuviesen en el pecho— no veían con malos ojos aquel intento de emancipación. El trato era que ellos debían ser independientes y que no recibirían ningún tipo de ayuda monetaria. Así que entre el trabajo de Alfonso en el McDonalds y los chanchullos de compra-venta que se montaba Jaime en ebay habían podido ir sobreviviendo hasta el momento con más pena que gloria. Y por eso habían tenido que venirse a vivir a un edificio aislado del mundo, donde Cristo dio las tres voces, dicho de dudosa procedencia que su madre utilizaba muy a menudo. Al menos de momento no habían fallado un solo mes el pago del alquiler, lo cual era muy recomendable dado el aspecto de Maruja, la casera. Y más aún teniendo en cuenta que vivía en el 3ºA, justo un piso por encima de sus cabezas.
Volviendo al tema de las chicas, era cierto que ni Jaime ni su hermano presentaban el perfil de lo que se podría considerar un hombre atractivo. Jaime no estaba mal en lo referente al aspecto físico, era alto, de complexión media, con una abundante melena de color castaño que, sin que él hiciese nada por evitarlo, le tapaba los ojos y que una vez tras otra retiraba con un soplido. A veces, cuando estaba haciendo algo importante que requiriese de toda su atención, se recogía el flequillo con una cinta que según su hermano le daba un aire bastante afeminado. Más maricón que un palomo cojo, era la expresión que solía utilizar, para ser exactos. Otra de las aplicaciones que Jaime le daba a su melena, era el ocultarse tras ella: no podía evitar ponerse rojo como un tomate ante situaciones que lo incomodaban. Por lo demás, aunque no estaba mal, no tenía ni de lejos decenas de fans a su alrededor.
El caso de Alfonso era distinto. Era más bien bajito; moreno, con el pelo rizado y de aspecto aceitoso por mucho que se lo lavase, además empezaba a clarear en la parte de la coronilla y en sus cada vez más apreciables entradas. Su índice de masa corporal rozaba muy de cerca lo que se consideraba obesidad, y lo único que hacía por luchar contra ella era evitar consultar las calorías de los alimentos que consumía, y que en su mayoría pertenecían al género de los enlatados y la bollería industrial. Sin lugar a dudas su perfil encajaba más en el de macho hispánico de las películas de Alfredo Landa que en el de metrosexual de Cristiano Ronaldo. Para poner la guinda al conjunto, Alfonso era un auténtico tocapelotas.

Y yendo más allá del aspecto físico de ambos, lo que hacía que una vez tras otra las chicas huyesen de ellos como de la peste era la forma en que adornaban esa ya de por sí poco favorecedora imagen: para muestra, baste decir que la camiseta favorita de ambos era una en la que, sobre fondo negro, un Zombi devoraba con verdadero placer las entrañas de una chica a la que sostenía en brazos. Y con esa camiseta —que como casi todo su vestuario tenían repetido, una para cada uno—, era con la que salían en sus fines de semana a intentar ligar. De ahí el poco éxito que cosechaban. Y de ahí el por qué su vecina de abajo los llamaba los Frikis. Era cuanto menos curioso que una edificación que había sido concebida como el equivalente a la Alta Costura en lo que a arquitectura se refiere tuviese un tan deficiente aislamiento acústico. Así que ellos la habían escuchado en numerosas ocasiones referirse a ellos con ese término con claro afán despectivo, y a cambio obtenía unos cuantos decibelios más de la cuenta en sus maratonianas sesiones de películas de serie B. Cierto que podían haber bajado un poco el volumen, sobre todo a determinadas horas, pero la vida es así. Que no se quejase, porque por la noche desconectaban el surround. Al menos de momento.
En aquél preciso instante, Jaime estaba inmerso en una horrible pesadilla. Corría en la más absoluta oscuridad, por un sitio que no conocía. El suelo estaba húmedo y resbaladizo, como si corriera sobre musgo, algas… o gusanos. Millones de gusanos que se retorcieran unos sobre otros y desparramasen sus repugnantes jugos vitales al ser aplastados por sus zapatillas deportivas. El ambiente era húmedo. Muy húmedo, hasta el punto de hacerle pensar que respiraba agua en vez de aire. Era como si corriese por un milenario pasillo en el interior de alguna catacumba. Quizá una pirámide precolombina en el interior de la húmeda selva sudamericana. Y algo lo perseguía. No sabía qué era, ni por qué estaba seguro de que lo estaban persiguiendo, pero lo sentía. En cada milímetro de su piel. Jaime seguía corriendo, con toda la velocidad que era capaz de alcanzar. Le dolía la garganta y la nariz, y estaba seguro de que sus pulmones estaban a punto de convertirse en branquias por cómo iba subiendo la humedad en el ambiente. Y allí seguía aquello. La cosa, pisándole los talones, deslizándose viscosa en la oscuridad, a pocos centímetros detrás de él. Con sus oscuros tentáculos, y sus colmillos afilados rebosando de forma desordenada por fuera de cada una de sus bocas. En un momento dado, uno de los tentáculos se disparó hacia delante y le atrapó el tobillo izquierdo. Esperaba sentir unas ventosas al estilo de las que tienen los pulpos, y un contacto frío y viscoso, pero fue todo lo contrario, y aquello lo aterrorizó aún más. El contacto era suave y caliente. Gritó, se giró sobre sí mismo, y cayó de bruces al suelo, rodando sobre el borde de la cama, y escapando bruscamente del contacto de la mano con la que su hermano le había agarrado el tobillo.
—¡Jodeeerr! –gritó, al tomar consciencia de que todo había sido una pesadilla. Estaba tumbado boca arriba sobre la alfombra negra de pelo que tenía el dibujo de una silueta, de las que la policía deja en el suelo para indicar el lugar y posición exacta en la que han encontrado un cadáver, y eso lo había librado de darse un golpe importante. Estaba empapado en sudor, y aún necesitó de unos cuantos segundos para reprimir el temblor que tenía por todo el cuerpo.
—¿Qué coño pasa? ¿Es que quieres matarme o qué? —le gritó a Alfonso en cuanto fue capaz de articular palabra. Entornó los ojos para acostumbrarse a la luz brillante de su habitación; las paredes estaban empapeladas con posters que provocarían pesadillas durante semanas a cualquiera que fuese un poco impresionable. Desde Hellraiser hasta El amanecer de los muertos, pasando por la nueva hornada de películas de cine de terror japonés, los posters se hacinaban sobre las cuatro paredes, robándose incluso en algunos casos el espacio unos a otros, llegando  a taparse  parcialmente. Y el panorama sobre los muebles no era mucho más agradable. Desde la colección completa de figuras de La matanza de Texas hasta el busto a tamaño natural de Aliens, todo era un homenaje al cine de terror. Y la habitación de su hermano era tres cuartos de lo mismo. Cada uno de ellos tenía sus favoritas —para Alfonso, Freddy Krueger era lo más, e incluso tenía un maniquí a tamaño natural que le helaría la sangre en las venas al más valiente—, pero en esencia, ambos eran, como Rocío, su vecina de abajo les decía, unos auténticos frikis.
Tío, tienes que ver esto… te vas a cagar de miedo —dijo Alfonso, ayudando a su hermano a levantarse—. Me parece que tenemos problemas serios.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Jaime, aún aturdido. Su hermano estaba blanco como una hoja de papel. Si se trataba de una broma, lo estaba bordando. Ambos tenían la poco saludable costumbre de intentar aterrorizarse el uno al otro. Tenían lo que ellos llamaban una “competición oficial”, que en aquellos momentos estaba en un apretado cinco a cuatro a su favor, y que había tenido diversos momentos estelares, como aquella vez en que él llenó la cama de su hermano de vísceras que había comprado el día anterior en el matadero y que había conservado —con sus moscas y todo— en el lavadero hasta que él estuvo profundamente dormido. Gracias a que cuando Alfonso se dormía no lo despertaba ni un terremoto, había podido manipular a su antojo todo lo que había querido. Ver su cara al despertarse al día siguiente cubierto de sangre, y con la cabeza apoyada sobre un estómago de vaca en vez de sobre su almohada, no había tenido precio; y por supuesto, estaba grabado en vídeo hasta el último detalle, y ambos se habían reído hasta no poder más cada vez que visionaban la cinta. Alfonso no se había quedado atrás con sus ideas; quizá la mejor fue aquella vez que aderezó a su modo la hamburguesa del McDonalds que había traído a su hermano. Cuando éste descubrió los gusanos que le subían entre los dedos de la mano que acababa de sacar del cartucho de patatas, ya las había devorado casi por completo y se había comido la mitad del ojo de pez que había sustituido a la rodaja de pepinillo en el centro del Big Mac.
Sin embargo, esta vez Alfonso parecía asustado de verdad. Tanto que hizo que algo se pusiera en marcha en el cerebro de su hermano y se saltara todas las frases del estilo de “Sí, claro, como que me la vas a dar” o “Déjate de gilipolleces, que te he pillado” y la sustituyó por algo un poco más serio:
—Tío… ¿Qué te pasa? Estás blanco como la pared…
—No… no sé cómo explicarlo… es mejor que lo veas con tus propios ojos…
Alfonso le ayudó a levantarse, y lo condujo hacia la ventana de su cuarto. Cogió la cinta de la persiana, y tiró de ella hacia arriba. El familiar sonido de las tiras de plástico recogiéndose unas sobre otras y enroscándose en el tambor le sonó lejano e irreal.

Jaime se quedó sin respiración.