DÍA 1. 3º—A
Maruja Torres siempre había tenido aires de grandeza. Creía con una firmeza
absoluta en la reencarnación, y estaba convencida de que en otra vida había
pertenecido a la nobleza. Le gustaba cerrar los ojos e imaginarse rodeada de
sirvientes que vivían con el único propósito de satisfacerla hasta en el
detalle más nimio. Maruja se dejaba querer, y por más que la plebe hiciera
bien su trabajo, ella los recriminaba, los machacaba, los hacía sentirse tan
inferiores como en realidad eran respecto a ella. Ese era su principal
objetivo en la vida: Maruja Torres era lo que se podía denominar, sin temor a
equivocarse ni un ápice, una mala arpía.
Quizás en otra vida, como ella soñaba, hubiera pertenecido a la realeza. En
esta, sin embargo, no había descendido de tan noble alcurnia. De hecho, su
familia había pertenecido a la denostada clase obrera desde tiempos
inmemoriales, pero en un momento dado una rama de su familia se separó del
resto, y se dedicó al comercio. Con tanta suerte, que en unos años habían
amasado una pequeña fortuna.
Y en esa rama de la familia nació Maruja. Hija única, además, cuando sus
padres fallecieron, ella heredó una importante cantidad de dinero, así como
varios negocios que funcionaban bastante bien: un supermercado, una granja
avícola y una cadena de droguerías con tres establecimientos abiertos en
distintos puntos de la ciudad. Con este panorama, Maruja Torres tenía el futuro
más que asegurado, y con tan sólo dedicarse a vivir de las rentas hubiera
podido disfrutar de una vejez sin agobios. Pero en su camino se cruzó cierta
edificación que iba a ser el centro de la Alta Sociedad moderna, y ella
vio de un día para otro su sueño hecho realidad: la opción de dar un salto de
calidad, deshacerse de su antigua vida e iniciar, haciendo borrón y cuenta
nueva, una glamurosa etapa en la que por fin se relacionaría con la nobleza
de la era moderna.
Así, y contra la voluntad de su marido Roberto Mora —al que ella llama por
su apellido escudándose en tiene cierto toque distinguido mientras que su
nombre es de lo más vulgar, y al que desde ahora nos dirigiremos como el pobre
Mora—, vendió todos sus negocios e invirtió en el nuevo edificio. Gastó hasta
el último céntimo y compró cuatro de los ocho pisos disponibles. Si eso no la
hacía la Reina del edificio… ¿qué otra cosa podría hacerlo? Ya se imaginaba
agasajada por sus convecinos, sabedores de que ella era mucho más, más que
ningún otro de los que vivirían allí. Ella era la propietaria de la MITAD del
edificio. Con mayúsculas. Su sueño hecho realidad.
Cuando el sueño se convirtió en pesadilla y se encontró con cuatro pisos en
posesión en mitad de la nada, no tuvo más remedio que alquilarlos. Alquilarlos
a la gente que siempre había detestado. Gente baja. La situación hacía que
odiase a todo y a todos los que tenía alrededor. Incluyendo al alfeñique de
Mora. Pero se lo hacía pagar a diario. A él, a los frikis del segundo A, al
viejo de enfrente y a los niñatos del cuarto B, aunque llevaban poco más de un
mes alquilados. En realidad deseaba con todas sus fuerzas que se retrasaran en
los pagos. Porque le daba la oportunidad de ponerlos a parir. Y eso la
estimulaba, la hacía sentirse de nuevo por encima de ellos.
Tanto Mora como ella habían superado el medio siglo hacía ya tiempo. De
hecho, ella rozaba muy de cerca las seis décadas, pero no iba a
reconocerlo ni bajo tortura. A tal punto llegaba su obsesión con la edad que se
había encargado a conciencia, con ayuda de una aguja de punto recalentada en el
fuego de la hornilla, de borrar, o mejor dicho, derretir, la fecha de
nacimiento del NIF. Sin embargo, mientras que los años parecían haberse afanado
en ir absorbiendo poco a poco la carne, la grasa y los músculos que adornaban
el débil esqueleto del pobre Mora, en el caso de Maruja habían ido amazacotando
sobre ella ingentes cantidades de todo lo que a él le faltaba, hasta formar una
inmensa mole de fuerza inconmensurable.
Su piso era como ella. Barroco, recargado, y con un cierto tufillo a viejo.
Todo en él identificaba de manera inequívoca la forma de ser de la dueña. Los
muebles, de anticuario, habían costado un ojo de la cara. De hecho seguían
costando, porque cada mes se llevaban el alquiler íntegro de dos de los pisos
que tenía en propiedad. El alquiler del tercero lo guardaba en lugar seguro,
para darse un capricho de vez en cuando. Y ellos sobrevivían a duras penas con
la pensión que le había quedado al pobre Mora. En sus tiempos, Roberto
Mora había sido orfebre. Trabajaba tanto metales nobles como en la talla de
joyas. Por eso había llamado la atención de Maruja cuando lo conoció. Quedó
prendada de inmediato de aquel hombre, por cuyas manos pasaban a diario las
mejores joyas que se podían encontrar en la ciudad. En realidad él no la
atraía, ni siquiera un poco, pero el brillo de los diamantes que pulía
eclipsaba todo lo demás. Luego, como era evidente, el matrimonio no funcionó,
pero Maruja descubrió con gran placer que aquel hombre tenía otra
característica que lo hacía perfecto para ella: era un huevón.
Total, completa e irremisiblemente huevón.
Si Maruja se levantaba un día con el pie cambiado y necesitaba desahogarse,
lo cogía a él y lo ponía de vuelta y media. Lo culpaba de la mala suerte que
tuvieron con el edificio, de lo mal que les iban las cosas. E incluso del
accidente laboral que lo dejó con la mano derecha inútil, un parche en el
lugar del ojo del mismo sitio, ni la más remota posibilidad de volver a tallar
una joya en su puñetera vida, y una pensión de mala muerte a la edad de
cuarenta y cinco años. Y lo podía haber culpado de la muerte de Paquirri si la
hubiera venido en gana, porque a él le daba lo mismo. Agachaba la cabeza, y se
dejaba machacar. Después de todo, no era tan mal partido para ella.
Aquella noche, el pobre Mora había dormido a pierna suelta. Como
casi siempre. Como a él le gustaba decir, tenía la conciencia tranquila, y por
eso descansaba como un niño pequeño. Gracias a Dios, hacía años que él y Maruja
dormían en cuartos separados. La sola idea de tener un acercamiento sexual con
aquella bruja le ponía la piel de gallina. Cuando se acostaba, la oía
refunfuñar en su cuarto hasta altas horas de la madrugada. Estaba seguro de que
algún día iba a pegar un reventón. Y él tenía que estar allí para verlo. Por
eso se cuidaba con tanto esmero. No fumaba, no bebía, y se alimentaba lo más
sano posible. Tarde o temprano la arpía iba a estirar la pata. Y
entonces él iba a vender aquellos horribles muebles que olían a humedad. Con lo
que le dieran, terminaría de pagar la deuda, metería muebles modernos de IKEA
y, con su pensión y lo que le produjeran los tres pisos en alquiler, viviría
como un rey. Y cuando pudiera, iba a ir vendiendo los pisos uno a uno. E iba a
disfrutar hasta el último euro que le dieran por ellos. No habían tenido hijos
—parece ser que lo de quedarse preñada sin hacerlo sólo le funcionó a la
Virgen María, gracias a Dios—, así que no iba a dejar en herencia al estado ni
un mísero euro.
Pero por lo pronto, la arpía seguía respirando de manera ruidosa al
otro lado de la pared. De vez en cuando emitía un desquiciante ronquido agudo
como el chillido de una rata. Y casi todas las noches soñaba. En voz alta. Era
absolutamente insoportable.
Así que cuando se despertó sobresaltado, creyó que alguno de los gritos
estridentes de ella había sido el culpable. Se quedó quieto, esperando la
segunda parte de la pesadilla, pero no la hubo. De hecho, la respiración sonaba
profunda, relajada. Se levantó a oscuras, maldiciendo en su mente —no se
atrevía a hacerlo en voz baja, por si ella lo pillaba— la costumbre que tenía
su mujer de esperar a que él estuviera dormido para entrar en su habitación y
bajarle por completo la persiana. Lo hacía porque sabía que él odiaba dormir a
oscuras. Había sopesado la posibilidad de encender la luz para ir hacia la
ventana, pero la bruja tenía una habilidad especial para notar con los
ojos cerrados, mientras dormía, la mínima variación de luz en el ambiente. No
le apetecía nada que entrase en su cuarto a darle un repaso en plena noche. La
sola idea le daba arcadas. Así que arrastró los pies con mucho cuidado, y
moviéndose con infinita paciencia fue levantando la persiana sin hacer nada de
ruido. Mantuvo la respiración y cerró los ojos —el ojo, mejor dicho— con
todas sus fuerzas hasta que el trabajo estuvo hecho. La persiana estaba arriba.
Pero seguía oscuro. ¿Y si se había quedado ciego? Bueno, eso le permitiría al
menos no tener que ver más a la arpía. Pero no estaba ciego. Estaba casi
seguro. Intentó sacar la mano por la ventana, y entonces se dio cuenta de lo
que pasaba. El terror profundo que le invadió no lo provocó la situación, sino
el pensar en cómo se lo iba a tomar Maruja. Decidió que no sería él quien se lo
dijera, así que con el mismo cuidado, bajó la persiana, volvió a la cama, y en
unos minutos estaba de nuevo profundamente dormido.